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lunes, 6 de mayo de 2019
Guía el español en América
El español en América: de la conquista a la Época Colonial
Carmen Marimón Llorca
1. Introducción: El español de América. Concepto y límites.
En palabras de Humberto López Morales (1996: 20) el español es, sobre todo en América que es donde se encuentran el 90% de los hablantes, «un mosaico dialectal». En efecto, América es un inmenso territorio marcado por la diversidad en el que más de 300 millones de personas y diecinueve países tiene el español como lengua oficial. En muchas ocasiones el idioma está en contacto, bien con otras lenguas pertenecientes a culturas precolombinas como ocurre con el quechua en Bolivia, el guaraní en Paraguay, o el nahúa -la lengua de los aztecas- en Méjico; o bien con el portugués -con Brasil limitan Venezuela, Colombia, Perú, Bolivia, Paraguay, Argentina y Uruguay- o con el inglés americano, especialmente presente en Méjico por su prolongada frontera y en Puerto Rico por su especial estatuto con Estados Unidos -allí el español es lengua oficial. También se habla en varios estados de la Unión como Nuevo Méjico, Florida, California, Texas o Nueva York.
La frase «español de América» hace, pues, referencia, al conjunto de variedades dialectales que se hablan en el continente americano. Algunos autores como José Moreno de Alba (1988) prefieren utilizar la expresión «español en América» para hacer referencia a la realidad lingüística americana. El cambio de preposición no es baladí y supone una clara toma de postura a favor de la unidad global del español como lengua que, desde este punto de vista, debería entenderse como un conjunto de variedades diatópicas de la misma lengua. Como afirma Manuel Alvar (1996), no hay un español de España y un español de América sino una langue y muchos hablantes.
Esta idea de español en América vincula, además, definitivamente, y sitúa al español de América como una parte indisociable de la Historia del español. Como afirma Rivarola (2004: 799), América aporta un nuevo espacio geográfico y mental para una lengua aún en formación y este hecho es inseparable de la evolución histórica de la Lengua española como conjunto en su unidad y en su productiva diversidad. Sin embargo, esta convicción en la unidad de la lengua no siempre estuvo tan clara. Desde el mismo momento de la independencia de las colonias y el establecimiento de las nuevas nacionalidades -1810-20-, lingüistas e intelectuales de una y otra parte del Atlántico se cuestionaron el futuro del español y de su unidad. La comparación entre el español y el latín resultó inevitable y desembocó en una polémica entre los que vaticinaban una futura disgregación del español -Cuervo fue uno de sus más acérrimos defensores- en diversas lenguas y los que preveían una tendencia cada vez más fuerte a la unificación del idioma -como hizo Varela-. Sin entrar en una polémica ampliamente superada, diremos que Menéndez Pidal, en «La unidad del idioma», (1944), dio una respuesta verdaderamente lingüística a las teorías de Cuervo al mostrar que la lengua no es un organismo vivo sino un hecho social y que los procesos históricos de latín y lenguas romances resultan muy diferentes en la mayoría de sus extremos.
Desde entonces, aunque es evidente la tendencia a afirmar la unidad lingüística y cultural que se da a ambos lados del Atlántico, la mayoría de los lingüistas son conscientes del riesgo latente que existe de que se agudicen las diferencias. Humberto López Morales (1996: 19-20) por ejemplo, ha señalado algunos factores de índole lingüístico y no lingüístico que, desde el inicio mismo de la conquista, propician esa tendencia a la diferenciación como:
a. el diverso origen dialectal de los colonizadores
b. la diversidad de lenguas aborígenes
c. el aislamiento de los núcleos fundacionales
d. la ausencia de políticas lingüísticas niveladoras
La referencia que este autor realiza al momento mismo de la conquista (a) y las etapas posteriores de convivencia con las lenguas indígenas (b) y de creación de los virreinatos, germen de los futuros estados (c), pone en primer plano la importancia de los primeros años de la colonización para determinar las características el español de América. En efecto, si los estudios sobre la situación actual de la lengua (d) son imprescindibles para entender la fisonomía del idioma, no es menos cierto que la investigación sobre los orígenes y el proceso de conformación del español en América ha sido enormemente esclarecedora y ha contribuido a establecer las bases lingüísticas y sociales sobre las que se fue conformado el conjunto de variedades dialectales que componen en la actualidad lo que denominamos el español de América.
Así pues, lo que venimos a denominar época colonial -entendida como el amplio período que comprende desde el momento mismo de la conquista, en 1492, hasta finales del siglo XVIII-, puede considerarse como una etapa fundamental en la evolución del idioma y muy explicativa de su situación presente. En ella convergen, como vamos a ver, la evolución, selección y consolidación de las tendencias fonológicas, morfológicas y léxicas ya iniciadas en el español peninsular, con la indiscutible novedad que supone la implantación de una lengua en un espacio enorme y desconocido, el contacto con las lenguas indígenas y la conformación de una sociedad en busca de sus propios referentes lingüísticos y sociales.
En los siguientes apartados vamos a centrarnos en tres aspectos: el origen regional y social de los colonos españoles con el fin de saber qué variedad regional del español fue la predominante en los años iniciales y hasta qué punto dejó su impronta en la lengua. Esta información nos dará una idea sobre la variación diastrática que ha sido frecuentemente tenidas en cuenta a la hora de calificar al español de América en sus inicios como vulgar o arcaizante; luego nos ocuparemos de la formación del español de América con especial atención al estado de la lengua en el momento de la conquista y, en particular, al andalucismo, rasgo considerado esencial para entender la conformación dialectal de América. No podemos dejar de dedicar un apartado especial a la influencia de las lenguas indígenas que, aunque discutida por lo que se refiere su calado -fue un fenómeno de adstrato o de superestrato, funcionó o no como una interlengua- resulta imprescindible para explicar la peculiaridad de ciertas franjas dialectales, como las tierras altas andinas. Terminaremos con una referencia a la zonificación dialectal del español en América que, aunque no exenta de polémica sobre los criterios y los límites, a finales del siglo XVIII puede considerarse definitivamente establecida.
2. Los orígenes del español en América. La colonización y los colonos
A la hora de abordar el estudio del español en América durante la época colonial importa, desde luego, saber qué español es el que llegó a América, si era una lengua unitaria y cómo evolucionó en el nuevo territorio pero, en la medida en que la lengua es inseparable de los individuos que la hablan y de sus circunstancias sociales y culturales, importan -y mucho- otros datos determinantes que tienen que ver con la procedencia social de los colonos, su origen regional, su número, sus ocupaciones, su distribución territorial o su nivel cultural. Este conjunto de variables lingüísticas y sociales, junto con el análisis de fuentes documentales escritas de carácter público y privado, es lo que se maneja hoy en día para el estudio de la evolución del español en América.
2.1. Quiénes hicieron la conquista
Como se ha repetido en tantas ocasiones, la colonización fue planificada en Castilla y gestionada en Andalucía con la colaboración de las Canarias. Según los trabajos de Boyd-Bowman sobre el censo de colonos, entre 1492 y 1580, el 35,8% eran andaluces, el 16,9% eran extremeños, el 14,8%, castellanos y el 22,5% restante de diversa procedencia. En términos lingüísticos esto significa que el 52,7% de los colonizadores tenían como propias variedades meridionales de la lengua, con claro predominio de la andaluza.
A este dato se une el hecho de que las tripulaciones de los barcos eran mayoritariamente andaluzas, que los inmigrantes pasaban un año en Sevilla a la espera de la documentación para embarcar y que luego se establecían en zonas relativamente aisladas unas de otras, predominantemente costeras, en las que convivían, además, con los colonos de origen castellano. A este respecto hay que recordar que, en el siglo XVII la diversidad de los dialectos peninsulares era verdaderamente grande pero entre el castellano y el andaluz había pocas diferencias a excepción del seseo y de la reducción de las consonantes finales, por lo que fue la conjunción de estas dos variedades dialectales -con claro predominio del andaluz- habladas por el 67,5% de los colonos el que puede considerarse como factor nivelador del español de América desde sus orígenes.
En cuanto al origen social de los colonos, Lipski (1996: 54-56) afirma que, mayoritariamente, la población que emigró a América estaba formada por un conjunto heterogéneo que podría calificarse de clases medias urbanas. A este grupo pertenecían los segundones de las familias nobles, los artesanos expulsados, las familias desposeídas de sus bienes además de algunos reos a los que se les conmutaban las penas. Apenas sabían leer y escribir y, una vez establecidos, se limaban las diferencias pues se ganaban la vida como marineros, pequeños propietarios, artesanos, empresarios, etc. Hablaban un español poco rústico -los campesinos tuvieron muy poca ocasión de viajar- que fácilmente absorbía los cambios niveladores pero que, al mismo tiempo, se hacía arcaizante en las zonas más aisladas de los núcleos de poder e irradiación lingüística.
3. La formación del español de América
Todos estos datos demográficos que acabamos de señalar han venido a confirmar la importancia de la contribución andaluza al español de América y de los procesos de nivelación lingüística que tuvieron lugar desde los primeros momentos de la conquista. Aunque, como ha mostrado Frago (1999 y 2003), es posible encontrar en América rasgos de todos los dialectos peninsulares -castellanos viejos, leoneses, riojanos, navarros, aragoneses, emigrados de Castilla la Nueva, extremeños- e, incluso, del catalán y del vasco, no cabe hoy ninguna duda sobre las consecuencias lingüísticas que el peso demográfico de la emigración de las zonas meridionales de la península y, en particular, de Andalucía, tuvo en la formación del español de América.
Sin embargo, una vez resituada la lengua -y sus hablantes- en un nuevo mundo, otros elementos empezarán a formar parte del proceso de conformación de la variedad lingüística americana; en particular habría que señalar dos de muy distinta naturaleza: En primer lugar hay que tener en cuenta las consecuencias del contacto con las lenguas indígenas y, unos años más tarde, con las africanas. Aunque se ha discutido mucho sobre su verdadera influencia, es innegable hoy en día y para determinadas zonas dialectales, la influencia léxica y fonética de dichas lenguas. Además y, en estrecha relación con el anterior, está el fenómeno de los llamados americanismos léxicos que tiene que ver tanto con la asimilación del vocabulario indígena como con las transformaciones en el significado que sufrieron palabras del español al contacto con la nueva realidad americana. A estos dos fenómenos hay que añadir, en segundo lugar, el proceso de nivelación dialectal que, a mediados del siglo XVII, probablemente ya había tenido lugar y que daría al español en América buena parte de ya de su peculiaridad lingüística en todos los niveles. Es lo que Frago (2003:23) ha denominado la criollización lingüística que no es sino la consecuencia de la asimilación general y la asunción como propia e identificable de la variedad del español hablado en América como propia.
3.1. El andalucismo del español en América.
Desde el punto de vista lingüístico, el andalucismo se sostiene, fundamentalmente, sobre rasgos fonéticos -muchos de ellos no exclusivos del andaluz sino comunes a los dialectos meridionales- y léxicos, con la incorporación de muchas voces dialectales al acervo común. Un rasgo morfosintáctico más tardío, el uso generalizado de «ustedes» está también vinculado a la impronta sevillana del español en América.
3.1.1. El léxico
En cuanto al léxico hay que señalar que la supremacía demográfica andaluza se manifestó en otros niveles lingüísticos como el léxico del que se han señalado las numerosas coincidencias entre el andaluz y el americano. Vocablos de origen regional andaluz como alfajor, barcina, búcaro, chinchorro, estancia, habichuela, maceta, candela o rancho forman parte del léxico patrimonial americano dándose el caso, como señala Frago, de palabras como maceta cuyo uso frente a tiesto se generalizó en América antes que en España.
Al vocabulario estrictamente andaluz habría que añadir en esta etapa inicial lo que se ha denominado «marinerismos léxicos» y que tiene que ver con el hecho de que se hayan incorporado al español de América voces procedentes del léxico marinero más allá de su uso especializado. Señala María Vaquero, por ejemplo, los casos de flete con el significado de «pago de cualquier transporte», aparejo como «conjunto de cosas», guindar como «colgar», amarrar en lugar de «atar» o botar preferido a «tirar». La presencia abrumadora de andaluces y canarios entre las tripulaciones de los barcos y la importancia misma del mar en el desarrollo de América son los factores que se señalan como determinantes del marinerismo léxico en América.
3.1.2. La morfosintaxis
Si hay un rasgo dialectal, además de los ya explicados, caracterizador del español americano y vinculado también a las variedades meridionales de la lengua, este es el uso de «ustedes» como forma única para el plural de la segunda persona. Aunque no se puede decir que este fenómeno se desarrollara plenamente en la época de los orígenes y formación, parece que, al final de la época virreinal, estaba completamente consolidado (Rivarola, 2004: 806) como parecen atestiguar los textos de las proclamas independentistas. La preferencia por el «ustedes» tiene origen sociolingüístico y está relacionado con el desprestigio, en el siglo XVI, de la forma «vos» y su sustitución por
«vuestra merced», antecedente del actual «usted». Para el plural, la norma madrileña mantuvo los dos grados de deferencia -vosotros, ustedes-, la norma sevillana prefirió y generalizó el segundo -ustedes-, pero sin abandonar del todo el primero; en América se extremó la norma sevillana y se consolidó la forma «ustedes», «con la cual era posible evitar traspiés ligados a la cortesía» (Rivarola, 2004: 806).
En cuanto al singular, la consecuencia más trascendente de este reajuste pronominal fue el «voseo». En realidad, la forma «vos», al igual que en la península, desapareció a favor del «tú» de las regiones virreinales, como México o Perú, de Cuba y Puerto Rico, muy vinculadas a la metrópoli y, en general, de todos los lugares donde se mantenía una vida urbana y alto nivel de enseñanza. Sin embargo, como señala Lapesa, en otras zonas de América central sin corte virreinal -Chile, Río de la Plata, Llanos de Colombia y Venezuela, la sierra de Ecuador- se mantuvo la forma «vos» (Lapesa, 1970: 153). La consecuencia más importante para el sistema lingüístico del español será el reajuste de las terminaciones de personal de la conjugación verbal. En general se distinguen tres tipos de voseo (Salategui, 1997:46, Vaquero, 1996: 23):
a. pronominal-verbal: vos cantás, tenés, partís
b. sólo pronominal: vos cantas, tienes, partes
c. sólo verbal: tú cantás, tenés, partís
Precisamente la distribución del voseo ha sido para algunos autores uno de los criterios clave para establecer una zonificación dialectal en el español de América.
3.2. El elemento indígena y africano en la conformación del español de América
No hay duda de la influencia del vocabulario de los pobladores indígenas de América en el momento de la conquista: barbacoa, butaca, cacique, caimán, caoba, hamaca, huracán, loro, maíz, maní, piragua, sabana, tabaco, entre otros muchos, son voces antillanas -arahuco-taínas- que se incorporaron en los años inmediatamente posteriores a la conquista y que hoy son forman parte del léxico panhispánico. Conforme fue avanzando la ocupación del territorio y, por tanto, el contacto con distintos pueblos, lenguas y espacios, nuevo vocabulario se fue incorporando al español en América.
Es el caso de los indigenismos nahúas aguacate, cacahuete, cacao, chicle, tiza, petaca, tomate, entre otros o los del quechua como cancha, coca, cóndor, llama, mate, pampa o vicuña. (Vaquero, 1996: 44-47). De la progresiva incorporación de este nuevo léxico dan cuenta los Diarios, como los de Colón y las Crónicas de Indias.
Sin embargo, más allá del vocabulario no está claro ni hay acuerdo sobre las dimensiones de la contribución indígena en el español de América. Para que se de influencia de una lengua sobre otra no es suficiente ni la superioridad numérica ni la asunción de cierto caudal léxico, pues en ninguno de los casos se produce la interacción que hace posible la influencia en el contacto entre lenguas. La situación de desigualdad, la superioridad jerárquica de los conquistadores y las guerras que dieron lugar a la desaparición de pueblos enteros no son factores favorecedores del contacto lingüístico. Pero por otra parte, sin embargo, la necesidad de comunicarse con los pobladores de América hizo que, como parte de la misión evangelizadora y castellanizadora que el gobierno español delegó en la Iglesia, se ordenara a los misioneros aprender las lenguas indígenas. De ahí la creación de tempranos vocabularios, diccionarios y catecismos en
lenguas indígenas como el Lexicón o vocabulario de la lengua general del Perú y la Gramática quechua (1560) de Fray Domingo de Santo Tomás, el Arte de la lengua castellana y mexicana(1571) y la Gramática náhuatl (1571) de Fray Alonso de Molina y la Gramática chibcha (1610) de Fray Bernardo consecuencia directa del III Concilio de Lima (1583) en el que se decidió que los indios aprendieran el catecismo y las oraciones en su idioma y no en latín ni en castellano.
En la actualidad se habla de la posibilidad de que, durante un largo período, existiera una interlengua en la que los patrones nativos se superponían al español pero que ni salió del grupo, ni dejó huella en el español como lengua materna. La interlengua funciona como un pidgin o lengua de supervivencia que nadie tiene como lengua materna. Para que las variedades indígenas penetraran en el español tuvo que darse un cambio sociolingüístico y demográfico que permitiera el verdadero intercambio entre hablantes y los prestigiara socialmente. Se señalan como acontecimientos favorecedores los nacionalismos, la revolución en Cuba y en otros países de Centroamérica o la presencia de mujeres indígenas de habla guaraní en el cuidado de bebés y en el trabajo doméstico en países como Paraguay.
De todas las lenguas indígenas, las que ha tenido mayor influencia y penetración en el castellano son el guaraní, el nahúa, el maya, el quechua y el aimara.
Del guaraní -Paraguay Norte y Oeste de Argentina y Oeste de Bolivia- parece que procede la oclusión glotal entre palabras si la segunda empieza por vocal; al nahúa (lengua de los aztecas) se atribuye la resistencia a la pérdida de -s final en México. Las tierras altas andinas (Perú, Ecuador, Sur de Colombia, Bolivia, Oeste de Argentina y Norte de Chile), habitadas por los incas, estuvieron influidas lingüísticamente por el quechua y el aimara. Los rasgos caracterizadores son: no reducción de la s, reducción de las vocales átonas, presencia de una /r/ sibilante a final de sílaba, pronunciación cuasi africada de /tr/, conservación de /ll/, reducción de un sistema de tres vocales.
3.2.1. El elemento africano
La llegada masiva de esclavos africanos a las costas Americanas -especialmente en las zonas del Caribe y de la Costa Oeste- dio lugar durante un tiempo a la existencia de un afroespañol, la lengua bozal que despareció completamente. Sin embargo, ya en el siglo XVI y sobre todo en el XVII se pueden encontrar en la literatura villancicos, canciones y representaciones teatrales en las que se imitaba un habla afrohispánica. Como en el siguiente fragmento de un tipo de composición llamada «negrito» de Sor Juan Inés de la Cruz:
Ah, ah, ah,
que la reina se nos va!
¡Uh, uh, uh,
que non blanca como tú
nin Pañó, que no sa buena,
que eya dici: So molena,
con las sole que mirá!
1. Cantemo, Pilico,
que se va las reina,
y dalemu turo
una noche buena.
2. Yguale yolale,
Flacico, de pena,
que nos deja ascula
a turo las negla.
El hecho de que fueran los portugueses los que se encargaran de la trata de esclavos es la razón de que sea el portugués la base del Palenquero y el Papiamento, dos criollos afroibéricos hablados en Aruba, Donaire y Curaçao, el primero, y en Palenque de San Basilio, Colombia, el segundo.
3.3. La criollización lingüística
En opinión de Frago (2003: 25), a finales del siglo XVII el español de América ya estaba formado a partir de una base fonética meridional, la asunción de indigenismos y americanismos léxicos y un claro apego a la tradición gramatical. Es lo que este autor denomina la criollización lingüística y que define como «proceso de formación y de expansión social de una modalidad de español propia de los criollos americanos, es decir, de los hispanohablantes nacidos en la tierra que, en su inmensa mayoría, eran descendientes de españoles» (Frago, 2003:23). La doble tensión de no perder el contacto con la península y asimilar todas las novedades, por una parte, pero, por otra, la necesidad de la nueva sociedad americana de identificarse con su propio espacio social y lingüístico, unido al esfuerzo de los nuevos colonos por asimilarse a la sociedad indiana, son las fuerzas que acaban conformando, en esta larga etapa inicial, los que serán los rasgos definitorios del complejo dialectal que es aún hoy el español en América.
4. Los dialectos del español de América
Aunque no es este un tema que afecte directamente a la época colonial de la que nos ocupamos aquí, lo cierto es que para muchos investigadores, el origen de la diversidad dialectal del territorio americano y uno de los criterios para el establecimiento de zonas diferenciadas tiene mucho que ver con la etapa colonial, en particular, con el origen social y lingüístico de los colonos, con las zonas de asentamiento, la cronología de dichos asentamientos y la posterior mayor o menor contacto con la metrópoli, con la división inicial del territorio en virreinatos y con la presencia mayor o menor de población indígena, entre otros. Para Henríquez Ureña (1921), por ejemplo, es determinante el papel de los sustratos indígenas lo que le lleva a dividir el continente en cinco zonas influidas respectivamente por el nahúa, el caraibe/araucano, el quechua, el mapuche y el guaraní. Rona (1964), por su parte hizo grandes objeciones a esta división, entre ellas que olvidaba la presencia de otras lenguas y que olvidaba también que éstas no actuaron sobre una única variedad del español, sino sobre variedades ya diferenciadas. Menéndez Pidal (1962) propuso otra zonificación mucho más amplia en tierras altas, del interior, con menos influjo andaluz y tierras bajas, costeras, más andalucistas. Las clasificaciones basadas en rasgos lingüísticos -fonéticos principalmente, pero también morfosintácticos y léxicos- tienen su máximo exponente en las de Rona (1964) y Resnick (1975). El primero distingue 12 zonas mientras que al segundo, a partir de ocho rasgos fonéticos acaba señalando 256 combinaciones. Zamora Munné (1979) distingue nueve zonas a partir de tres rasgos, voseo, pronunciación de la
/x/ y de la /s/. Cahuzac (1980) se basó para su propuesta en los términos utilizados para designar a los habitantes rurales y coincidió casi completamente con la división de Henríquez Ureña. Otras clasificaciones, como la de Canfield (1962), basada en la cronología relativa de los asentamientos, o la de Moreno Alba (2001), mucho más reciente basada en sus propias encuestas, divide el territorio a partir del léxico estándar de las capitales del continente. Finalmente, la clasificación por países no parece el criterio más adecuado debido a que países grandes como México, constituyen una única zona y otros mucho más pequeños, como El Salvador, tiene islas dialectales (ver al respecto las síntesis de Alba, 1992, Lipski 1994, Frago 1999).
Como orientación presentamos la división que realiza Manuel Alvar en su Manual de dialectología hispánica. El español de América (1996). Por un lado diferencia Las Antillas, que incluye Antillas y el Papiamiento, y el continente. Este último queda dividido en las siguientes zonas: México, Los Estados Unidos, América central, Venezuela, Colombia, El Palenquero, Perú, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Argentina- Uruguay y Chile.
Guía evolución del castellano
LA LENGUA ESPAÑOLA EN SU HISTORIA Y SU GEOGRAFÍA
FRANCISCO MORENO FERNÁNDEZ
1. La lengua española en su historia
El nacimiento del castellano fue paralelo al de las demás variedades románicas de la Península, variedades que primero recibieron el nombre genérico de romances y posteriormente fueron particularizándose como gallego (gallego- portugués), leonés (astur-leonés), riojano, navarro, aragonés, catalán y, por supuesto, castellano, todas ellas surgidas desde el latín de Hispania. Sabido es que las lenguas no emergen en fecha exacta ni con partida de nacimiento, por eso la dificultad de datar su antigüedad e incluso de determinar cuáles son sus primeros testimonios. Por otro lado, en el momento de su gestación, tan importantes como la configuración y el dinamismo de la propia lengua emergente, son las influencias que recibe de las modalidades lingüísticas con las que tiene contacto, factor este que también afectará a la evolución subsiguiente. Poco a poco, conforme las lenguas van ampliando sus mecanismos lingüísticos y sus horizontes comunicativos, van cumpliendo funciones sociales de distinto orden, pudiendo convertirse en vehículo de la más refinada expresión literaria, así como en instrumento de la política y de las instituciones sociales. Todos estos aspectos – gestación, contactos, dimensión política y desarrollos sociolingüísticos – son los que ahora comentaremos a propósito de la historia de la lengua española-
El español como lengua milenaria
La condición de lengua milenaria es atribuible a muchas lenguas del mundo, aparte de la española, pero no por ello deja de ser trascendente. Esa longevidad significa, por un lado, que la lengua ha sido instrumento de comunicación útil para una comunidad de hablantes durante un tiempo considerable, con lo que ello supone la consolidación de su uso en ámbitos comunicativos muy diversos; por otro lado, significa que la lengua ha tenido que adaptarse a muy diferentes circunstancias culturales, políticas y sociales, a partir de las cuales ha podido enriquecer todos sus recursos lingüísticos, desde los léxicos a los pragmáticos.
El origen del castellano se sitúa en la época en que los hablantes de latín visigótico de la Península (siglos VI-X) dejan de reconocerse como hablantes de latín y adquieren conciencia de la peculiaridad de su lengua cotidiana. Esa conciencia tuvo que alcanzarse a propósito de la lengua hablada, pero la constancia nos ha llegado a través de la lengua escrita. En efecto, mientras el uso del latín – un latín arcaizante, formal, literario – era habitual en los escritos de contenido elevado, tanto de materia política como religiosa, en la comunicación con fines no literarios iban aflorando manifestaciones textuales que sus emisores ya no reconocían como latinas. Las primeras manifestaciones escritas de las lenguas románicas – incluido el castellano – fueron, en gran parte, textos de naturaleza pública, como los fueros y las crónicas, ligados a la esfera del poder y de carácter jurídico o político, pero también hubo textos de naturaleza privada, redactados con un fin utilitario e inmediato, sin la idea de darles como destino la lectura pública y general. Aquí se encuadran las glosas (la glosas emilianenses, las glosas silenses) que se anotaban en los márgenes de los códices redactados en latín, los listados de objetos o productos, como la “Nodicia de kesos” (relación de suministros para la despensa de un monasterio), los borradores de textos, las cartas o los testamentos privados. Los autores de esos textos fueron generalmente monjes o notarios, dado que los lugares de escritura más habituales fueron los monasterios, las cancillerías y los ambientes jurídicos. Los cenobios tuvieron una gran importancia en la conservación y difusión de la cultura durante la Alta Edad Media, puesto que allí se encontraba un buen número de individuos capaces de dominar la lengua escrita: primero en latín; finalmente en romance. El hecho es decisivo en una época de analfabetismo casi generalizado.
Los documentos a los que se acaba de hacer referencia nos sitúan hacia el año 980, en el caso de la “Nodicia de kesos”, y hacia 1050 para las glosas emilianenses. Han transcurrido, pues, mil años de historia de una lengua que en su origen ocupaba una porción del Norte de la Península Ibérica, flanqueada por las hablas astur-leonesas, al Oeste, y navarro-aragonesas, al Este. Naturalmente, el castellano, como toda lengua natural, ha evolucionado y cambiado de forma palmaria en el último milenio, sin embargo llama la atención el alto grado de inteligibilidad de la lengua antigua por parte de los hablantes modernos, cuando son relativamente cultos.
Los contactos lingüísticos peninsulares
El conde castellano Fernán González desgajó su condado del histórico Reino vecino de León en un proceso de independencia que culminó en 1037 con la creación del Reino de Castilla. Las primeras tierras castellanas se ubicaban en la confluencia de Burgos, Cantabria y Guipúzcoa. Castilla fue tierra de fronteras cristianas y de fronteras musulmanas, tierra de contactos de gentes y de lenguas. Sus dominios fueron poblados por cántabros y vascones y ello se tradujo en la formación de una variedad romance diferenciada del leonés y del navarro- aragonés, pero que compartía elementos con ambas. Al mismo tiempo, en esta variedad se dejó sentir la proximidad del vasco, en forma de transferencias lingüísticas. Así, el reducido número de vocales vascas – como el de otras lenguas prerromanas – contribuyó a la desfonologización de las oposiciones vocálicas del latín (vocales largas y breves, después abiertas y cerradas), influyendo en el hecho de que el castellano acabara contando con tan solo cinco vocales, frente a las siete del catalán, por ejemplo. Por otro lado, el vasco también pudo contribuir a que alcanzaran el rango de fonemas en castellano ciertos sonidos sibilantes que no existían en latín.
La suma de cruces e influencias lingüísticas confirió al castellano, en su gestación, un carácter de koiné, de variedad de compromiso. Ángel López sostiene en su libro El rumor de los desarraigados (1985) que el castellano se originó como una koiné de intercambio entre el vasco y el latín, de modo que su aparición tuvo mucho que ver con la creación de una herramienta básica de relaciones sociales. Esa herramienta se difundió muy rápidamente, precisamente por su carácter koinético e instrumental. Emilio Alarcos, por su parte (1982), también piensa que el dialecto rural de Cantabria fue en su origen una especie de lengua franca utilizada por los hablantes vasco-románicos. Esta forma de interpretar el nacimiento del castellano y su rápida difusión por el Norte contrasta con la hipótesis que lo presenta como la lengua de un pueblo que hizo valer su hegemonía política y militar a partir del siglo XI y al que se rodea de una mitología y una épica deslumbrantes para la época. Por otro lado, contrasta con la hipótesis que interpreta la evolución del castellano como un proceso de desarrollo puramente interno .
Además de los importantes contactos con el vasco, el castellano de la época de orígenes recibió la influencia de las variedades del Norte de los Pirineos, muy especialmente del provenzal, que tuvo una importante dimensión literaria, junto a la puramente lingüística. Pero no fue esta la única influencia externa, porque la prolongada presencia del árabe en la Península, desde el siglo VIII hasta el siglo XV, en distintos niveles e intensidad, también se hizo patente en los usos lingüísticos. En la Península dominada por los musulmanes, las fronteras lingüísticas eran más bien fronteras interiores, en las que los contactos lingüísticos (latín-romanceado o romance / árabe / hebreo / bereber) se producían en el seno de la misma sociedad musulmana, ya fuera rural ya fuera urbana. Estas fronteras interiores, estos contactos en el seno de las comunidades de al-Ándalus, condujeron a la creación de variedades que acusaban intensamente la presencia de elementos de la otra lengua. Uno de los ejemplos más claros es el romance andalusí, también conocido como mozárabe. Federico Corriente (2004) explica con toda claridad que los mozárabes emigrados al Norte tras las conquistas cristianas son los que introdujeron arabismos que denominaban conceptos inexistentes e innominados en romance y con los que ellos estaban familiarizados por su conocimiento de la cultura arábigo-islámica. Las lenguas romances del Norte recibieron desde el Sur algunos arabismos cultos (a través de las traducciones de obras científicas), muchos andalucismos (voces del árabe de al-Ándalus), bastantes romancismos mozárabes y voces híbridas arábigo-romances.
Por otro lado, en un epígrafe dedicado a los contactos lingüísticos del castellano – especialmente en sus primeros siglos de existencia – es imprescindible concederles la importancia que merecen a los contactos con las demás lenguas románicas de la Península: en un primer momento, gallego- portugués, leonés, navarro-aragonés y catalán; posteriormente, cuando leonés y aragonés fueron absorbidos por el entorno sociolingüístico castellano, el portugués, el gallego y el catalán. No hay error si se afirma que la configuración lingüística de estas lenguas, por muy independientes y diferenciadas que sean, no puede entenderse sin su coexistencia con el castellano, como tampoco se tendría una visión cabal del castellano si se prescindiera de las influencias (transferencias y convergencias) procedentes de las demás lenguas peninsulares.
La expansión de la lengua española
El extraordinario crecimiento del prestigio del castellano, desde la Baja Edad Media, y especialmente desde el siglo XVI, ha sido uno de los temas que más ha interesado a los historiadores de la lengua española. La interpretación que hacen los lingüistas de ese crecimiento es clara: se debió a factores extralingüísticos y su resultado fue la formación de una lengua nacional. Uno de los factores extralingüísticos más relevantes fue la demografía: en 1348, época de la peste negra, Castilla tenía entre 3 y 4 millones de habitantes; la corona de Aragón, 1 millón y Navarra, 80.000 almas (Comellas y Suárez 2003). También fue un factor destacado la economía: Castilla se asomaba a dos mares y alcanzó una fuerza humana y económica superior a la de los otros reinos; desde Sevilla se establecieron relaciones comerciales con el Norte de África, que permitieron la entrada de oro y el desarrollo de una incipiente fuerza naval; además, los banqueros genoveses fueron aliados de Castilla desde mediados del XIV. En términos militares, las tierras que iban incorporándose al Reino de Castilla aumentaron, desde el siglo XIII, a un ritmo mayor que su población, hecho que provocó un incremento de la actividad pastoril y, en consecuencia, del número de cabezas de ganado lanar, lo que obligó a trasladar los rebaños en trashumancia, en busca de los pastos disponibles, por cañadas adecuadas. Tan poderoso se hizo el sector que se creó una asociación de ganaderos con reconocimiento real: la Mesta.
Por otro lado, la formación de una flota castellana, con base en Sevilla, y los avances tecnológicos de la navegación durante el siglo XV, hizo posible la exploración de la costa occidental africana y el arribo a las islas Canarias. Con ello se produjo, sobre todo desde 1478, la llegada a Canarias de la lengua castellana, que incorporó a su léxico algunos elementos de origen guanche antes de que esta lengua del tronco bereber desapareciera. La colonización de las islas se había iniciado antes, con el viaje de dos normandos (Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle), y en ella participaron marinos de otras procedencias europeas, aunque navegaran bajo el patronazgo de Castilla. Portugal renunció a sus posibles derechos sobre las islas por el tratado de Alcazobas, en 1479, lo que no significó la desaparición del elemento portugués en la futura historia lingüística de Canarias.
Estos factores extralingüísticos, junto a factores culturales, como el desarrollo de una literatura abundante y de calidad, hicieron del castellano una lengua de prestigio, lengua oficial de una administración fuerte, con capacidad, por tanto, para penetrar en los dominios geopolíticos de las lenguas vecinas. Dentro de Castilla, el peso del castellano fue reduciendo la lengua leonesa a los usos locales y orales de las regiones de Asturias, así como de la frontera con el portugués y de Galicia. La lengua escrita, la documentación oficial, se redactaba en castellano desde fecha muy temprana, en especial desde 1230, cuando Castilla y León se unieron de un modo definitivo. La repoblación, orientada de Norte a Sur, permitió que muchos pobladores leoneses extendieran algunas de sus características lingüísticas hacia las tierras de la actual Extremadura y de la Andalucía occidental, de lo que han quedado muestras vivas y patentes en el español hablado de estas zonas, pero la lengua general de estas tierras no fue otra que el castellano (Morala 2004).
En 1344, Alfonso XI consiguió la rendición de Algeciras. Desde ese momento, prácticamente toda la Península estuvo gobernada por coronas cristianas y Castilla se convirtió en su Reino más extenso. La culminación de las campañas militares iniciadas en el siglo VIII se logró en enero de 1492, con la rendición del Reino Nazarí de Granada. También en esta ocasión fue Castilla la protagonista, dado que así lo habían previsto los acuerdos con la Corona de Aragón. Sin embargo, este hecho, definitivo en la vida política y cultural peninsular, no fue el único de naturaleza determinante que vendría a producirse entre 1469 y 1517, en el transcurso de apenas cincuenta años (Moreno Fernández 2005).
Isabel y Fernando se casaron en 1469. Fue este un enlace que, en definitiva, no supuso la unión efectiva de dos de los tres grandes reinos peninsulares (el tercer gran reino era Portugal), sino una simple unión dinástica, aparentemente más decisiva en términos de sucesión que en el plano cultural y político. Con Isabel ya en el trono castellano, el Reino extendió sus dominios hasta las islas Canarias, incluyéndolas en el ámbito castellano-hablante. En 1492, ya se ha visto, se produce la rendición de Granada y también ese año se produce la firma de otros importantes documentos, como las capitulaciones firmadas con Cristóbal Colón, que abrirían la puerta a la aventura transatlántica del español, y el decreto de expulsión de los judíos, que dispersó el habla sefardí por medio mundo conocido (Hernández González 2001).
En el Norte de África, Pedro de Estopiñán y Francisco Ramírez de Madrid conquistan para Castilla la plaza de Melilla en 1497 y, en 1505, el Cardenal Cisneros conquista Mazalquivir y Orán, en la actual Argelia, extendiendo el castellano por el Norte del continente africano. Y se deben añadir dos hitos históricos: la incorporación de Navarra a la corona de Castilla en 1512, bien que manteniendo su propio ordenamiento jurídico, sus instituciones y sus costumbres; y la llegada en 1517, procedente de Flandes, de Carlos I, para someterse al reconocimiento como Rey de las cortes de los distintos reinos peninsulares. El desembarco de Carlos I inicia el advenimiento de un periodo de expansión y poder imperial, simbolizado en la elección como emperador, en 1519, del que también recibió el nombre de Carlos V.
Los hechos geopolíticos que acaban de relacionarse hicieron posible la extensión geográfica y la ampliación de los dominios políticos de la lengua española durante los siglos XVI y XVII. El español se convirtió en la lengua del territorio nazarí, se instaló en enclaves del Norte de África y puso las bases de su asentamiento en las islas Canarias; además, la adhesión de Navarra a Castilla fue definitiva para la intensificación de su uso en el Reino norteño. Por otro lado, a partir de 1492, el castellano vivió el inicio de su traslado hacia el continente americano y, más adelante, hacia Asia. La expansión del español en América se realizó mediante un proceso paulatino de ocupación geográfica, proceso que supuso un desfase cronológico en la colonización de las distintas áreas americanas (Sánchez Méndez 2002). Así, entre 1492 y 1530 se coloniza todo el ámbito caribeño, desde las Antillas mayores hasta la costa de la actual Colombia, pasando por México (1521) o Panamá; entre 1530 y 1550, se coloniza la zona andina, pero la colonización del Cono Sur no se completará hasta el siglo XVII y, aun así, grandes espacios geográficos de Argentina, por ejemplo, no fueron poblados por hispanohablantes hasta el siglo XIX, resuelta ya la independencia. En el otro extremo del mundo, la expedición de Magallanes, iniciada en 1519 y concluida por Juan Sebastián Elcano en 1522, supuso el inicio de la presencia española en las Islas Marianas y en las Islas Filipinas, que no fueron exploradas ni conquistadas hasta 1570, aproximadamente, con la expedición de López de Legazpi ordenada por el Rey Felipe II (Quilis 1992). La presencia del español en esta región del mundo nunca fue comparable en intensidad a la conocida en América, pero marcó un punto de inflexión en la situación lingüística de este territorio y permitió que la lengua española alcanzara un protagonismo histórico del que aún existen importantes secuelas, como el amplio uso de la variedad criolla llamada “chabacano”. En lo que se refiere, a la costa occidental de África, el dominio del español se extiende por la actual Guinea Ecuatorial (continente e islas), que comenzó a finales del siglo XVIII como consecuencia de un acuerdo entre España y Portugal en el que las dos potencias intercambiaron algunos territorios de África y de América.
La llegada de los Borbones al trono, a partir de 1700, supuso un importante cambio de orientación en la política interior de España. Ese cambio, que respondía a una apreciable influencia de la política de Francia, tuvo dos claros objetivos: unificación y centralización, fundamentadas en los principios del racionalismo y la modernidad. Y, en esa circunstancia, el Estado y sus instrumentos institucionales y personales, por ser únicos y centralizados, debían ejecutar sus acciones en una sola lengua y esa lengua debía ser la común y general, el castellano. Por eso, en la época de Carlos III, en el último tramo del siglo XVIII, se dio inicio a una política lingüística cuyo principal instrumento fue una Real Cédula de 1768, que en su artículo VIII establecía la generalización de la lengua castellana en la enseñanza. De este modo, el uso del latín (en los nieles cultos) o de otras lenguas (en los niveles populares) quedaba excluido con fines educativos (Lodares: 2001: 94), aunque el objetivo principal de la ley, según se explica, no era otro que buscar la armonía y cohesión de la nación mediante el uso de un idioma general.
La Real Cédula de 1768 tuvo su continuidad política en otra de 1770, que determinaba que, en la América española y en Filipinas, solo se hablara la lengua castellana y que se extinguieran los otros idiomas de cada territorio. De este modo, por primera vez en la legislación de España, se hace explícita una política decididamente propugnadora del monolingüismo y contraria al espíritu del Concilio de Trento, que propiciaba el apoyo a las lenguas vernáculas para la evangelización (Triana y Antoverza 1993).
En la España europea, la legislación lingüística de la Corona no había llegado al extremo de apuntar a la extinción de las otras lenguas, tal vez porque no se creía necesario, ante el estado de debilidad sociolingüística del gallego o del vasco, tal vez porque se temía un rechazo popular, tal vez porque muchos miembros de los grupos sociales más acomodados de Cataluña consideraban natural y acorde con las pautas de la época oficializar una lengua general, sin que ello impidiera el uso de la lengua tradicional. El hecho es que no se hizo una política de plena sustitución lingüística, aunque la legislación del XVIII proporcionó un respaldo suficiente como para favorecerla.
La independencia de los países hispanoamericanos supuso la consagración y la extensión definitiva del español como lengua nacional de las nuevas repúblicas, que con el tiempo se convirtieron en el motor demográfico de estas lenguas. El nombre más ampliamente utilizado en los textos constitucionales de la América hispana es el de “español”, pero, en el uso general, “español” es la denominación más utilizada en el Caribe y en Centroamérica, mientras que en Sudamérica, sobre todo en el Cono Sur, es más frecuente el uso de “castellano” (Alvar 1986).
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