lunes, 6 de mayo de 2019
Guía evolución del castellano
LA LENGUA ESPAÑOLA EN SU HISTORIA Y SU GEOGRAFÍA
FRANCISCO MORENO FERNÁNDEZ
1. La lengua española en su historia
El nacimiento del castellano fue paralelo al de las demás variedades románicas de la Península, variedades que primero recibieron el nombre genérico de romances y posteriormente fueron particularizándose como gallego (gallego- portugués), leonés (astur-leonés), riojano, navarro, aragonés, catalán y, por supuesto, castellano, todas ellas surgidas desde el latín de Hispania. Sabido es que las lenguas no emergen en fecha exacta ni con partida de nacimiento, por eso la dificultad de datar su antigüedad e incluso de determinar cuáles son sus primeros testimonios. Por otro lado, en el momento de su gestación, tan importantes como la configuración y el dinamismo de la propia lengua emergente, son las influencias que recibe de las modalidades lingüísticas con las que tiene contacto, factor este que también afectará a la evolución subsiguiente. Poco a poco, conforme las lenguas van ampliando sus mecanismos lingüísticos y sus horizontes comunicativos, van cumpliendo funciones sociales de distinto orden, pudiendo convertirse en vehículo de la más refinada expresión literaria, así como en instrumento de la política y de las instituciones sociales. Todos estos aspectos – gestación, contactos, dimensión política y desarrollos sociolingüísticos – son los que ahora comentaremos a propósito de la historia de la lengua española-
El español como lengua milenaria
La condición de lengua milenaria es atribuible a muchas lenguas del mundo, aparte de la española, pero no por ello deja de ser trascendente. Esa longevidad significa, por un lado, que la lengua ha sido instrumento de comunicación útil para una comunidad de hablantes durante un tiempo considerable, con lo que ello supone la consolidación de su uso en ámbitos comunicativos muy diversos; por otro lado, significa que la lengua ha tenido que adaptarse a muy diferentes circunstancias culturales, políticas y sociales, a partir de las cuales ha podido enriquecer todos sus recursos lingüísticos, desde los léxicos a los pragmáticos.
El origen del castellano se sitúa en la época en que los hablantes de latín visigótico de la Península (siglos VI-X) dejan de reconocerse como hablantes de latín y adquieren conciencia de la peculiaridad de su lengua cotidiana. Esa conciencia tuvo que alcanzarse a propósito de la lengua hablada, pero la constancia nos ha llegado a través de la lengua escrita. En efecto, mientras el uso del latín – un latín arcaizante, formal, literario – era habitual en los escritos de contenido elevado, tanto de materia política como religiosa, en la comunicación con fines no literarios iban aflorando manifestaciones textuales que sus emisores ya no reconocían como latinas. Las primeras manifestaciones escritas de las lenguas románicas – incluido el castellano – fueron, en gran parte, textos de naturaleza pública, como los fueros y las crónicas, ligados a la esfera del poder y de carácter jurídico o político, pero también hubo textos de naturaleza privada, redactados con un fin utilitario e inmediato, sin la idea de darles como destino la lectura pública y general. Aquí se encuadran las glosas (la glosas emilianenses, las glosas silenses) que se anotaban en los márgenes de los códices redactados en latín, los listados de objetos o productos, como la “Nodicia de kesos” (relación de suministros para la despensa de un monasterio), los borradores de textos, las cartas o los testamentos privados. Los autores de esos textos fueron generalmente monjes o notarios, dado que los lugares de escritura más habituales fueron los monasterios, las cancillerías y los ambientes jurídicos. Los cenobios tuvieron una gran importancia en la conservación y difusión de la cultura durante la Alta Edad Media, puesto que allí se encontraba un buen número de individuos capaces de dominar la lengua escrita: primero en latín; finalmente en romance. El hecho es decisivo en una época de analfabetismo casi generalizado.
Los documentos a los que se acaba de hacer referencia nos sitúan hacia el año 980, en el caso de la “Nodicia de kesos”, y hacia 1050 para las glosas emilianenses. Han transcurrido, pues, mil años de historia de una lengua que en su origen ocupaba una porción del Norte de la Península Ibérica, flanqueada por las hablas astur-leonesas, al Oeste, y navarro-aragonesas, al Este. Naturalmente, el castellano, como toda lengua natural, ha evolucionado y cambiado de forma palmaria en el último milenio, sin embargo llama la atención el alto grado de inteligibilidad de la lengua antigua por parte de los hablantes modernos, cuando son relativamente cultos.
Los contactos lingüísticos peninsulares
El conde castellano Fernán González desgajó su condado del histórico Reino vecino de León en un proceso de independencia que culminó en 1037 con la creación del Reino de Castilla. Las primeras tierras castellanas se ubicaban en la confluencia de Burgos, Cantabria y Guipúzcoa. Castilla fue tierra de fronteras cristianas y de fronteras musulmanas, tierra de contactos de gentes y de lenguas. Sus dominios fueron poblados por cántabros y vascones y ello se tradujo en la formación de una variedad romance diferenciada del leonés y del navarro- aragonés, pero que compartía elementos con ambas. Al mismo tiempo, en esta variedad se dejó sentir la proximidad del vasco, en forma de transferencias lingüísticas. Así, el reducido número de vocales vascas – como el de otras lenguas prerromanas – contribuyó a la desfonologización de las oposiciones vocálicas del latín (vocales largas y breves, después abiertas y cerradas), influyendo en el hecho de que el castellano acabara contando con tan solo cinco vocales, frente a las siete del catalán, por ejemplo. Por otro lado, el vasco también pudo contribuir a que alcanzaran el rango de fonemas en castellano ciertos sonidos sibilantes que no existían en latín.
La suma de cruces e influencias lingüísticas confirió al castellano, en su gestación, un carácter de koiné, de variedad de compromiso. Ángel López sostiene en su libro El rumor de los desarraigados (1985) que el castellano se originó como una koiné de intercambio entre el vasco y el latín, de modo que su aparición tuvo mucho que ver con la creación de una herramienta básica de relaciones sociales. Esa herramienta se difundió muy rápidamente, precisamente por su carácter koinético e instrumental. Emilio Alarcos, por su parte (1982), también piensa que el dialecto rural de Cantabria fue en su origen una especie de lengua franca utilizada por los hablantes vasco-románicos. Esta forma de interpretar el nacimiento del castellano y su rápida difusión por el Norte contrasta con la hipótesis que lo presenta como la lengua de un pueblo que hizo valer su hegemonía política y militar a partir del siglo XI y al que se rodea de una mitología y una épica deslumbrantes para la época. Por otro lado, contrasta con la hipótesis que interpreta la evolución del castellano como un proceso de desarrollo puramente interno .
Además de los importantes contactos con el vasco, el castellano de la época de orígenes recibió la influencia de las variedades del Norte de los Pirineos, muy especialmente del provenzal, que tuvo una importante dimensión literaria, junto a la puramente lingüística. Pero no fue esta la única influencia externa, porque la prolongada presencia del árabe en la Península, desde el siglo VIII hasta el siglo XV, en distintos niveles e intensidad, también se hizo patente en los usos lingüísticos. En la Península dominada por los musulmanes, las fronteras lingüísticas eran más bien fronteras interiores, en las que los contactos lingüísticos (latín-romanceado o romance / árabe / hebreo / bereber) se producían en el seno de la misma sociedad musulmana, ya fuera rural ya fuera urbana. Estas fronteras interiores, estos contactos en el seno de las comunidades de al-Ándalus, condujeron a la creación de variedades que acusaban intensamente la presencia de elementos de la otra lengua. Uno de los ejemplos más claros es el romance andalusí, también conocido como mozárabe. Federico Corriente (2004) explica con toda claridad que los mozárabes emigrados al Norte tras las conquistas cristianas son los que introdujeron arabismos que denominaban conceptos inexistentes e innominados en romance y con los que ellos estaban familiarizados por su conocimiento de la cultura arábigo-islámica. Las lenguas romances del Norte recibieron desde el Sur algunos arabismos cultos (a través de las traducciones de obras científicas), muchos andalucismos (voces del árabe de al-Ándalus), bastantes romancismos mozárabes y voces híbridas arábigo-romances.
Por otro lado, en un epígrafe dedicado a los contactos lingüísticos del castellano – especialmente en sus primeros siglos de existencia – es imprescindible concederles la importancia que merecen a los contactos con las demás lenguas románicas de la Península: en un primer momento, gallego- portugués, leonés, navarro-aragonés y catalán; posteriormente, cuando leonés y aragonés fueron absorbidos por el entorno sociolingüístico castellano, el portugués, el gallego y el catalán. No hay error si se afirma que la configuración lingüística de estas lenguas, por muy independientes y diferenciadas que sean, no puede entenderse sin su coexistencia con el castellano, como tampoco se tendría una visión cabal del castellano si se prescindiera de las influencias (transferencias y convergencias) procedentes de las demás lenguas peninsulares.
La expansión de la lengua española
El extraordinario crecimiento del prestigio del castellano, desde la Baja Edad Media, y especialmente desde el siglo XVI, ha sido uno de los temas que más ha interesado a los historiadores de la lengua española. La interpretación que hacen los lingüistas de ese crecimiento es clara: se debió a factores extralingüísticos y su resultado fue la formación de una lengua nacional. Uno de los factores extralingüísticos más relevantes fue la demografía: en 1348, época de la peste negra, Castilla tenía entre 3 y 4 millones de habitantes; la corona de Aragón, 1 millón y Navarra, 80.000 almas (Comellas y Suárez 2003). También fue un factor destacado la economía: Castilla se asomaba a dos mares y alcanzó una fuerza humana y económica superior a la de los otros reinos; desde Sevilla se establecieron relaciones comerciales con el Norte de África, que permitieron la entrada de oro y el desarrollo de una incipiente fuerza naval; además, los banqueros genoveses fueron aliados de Castilla desde mediados del XIV. En términos militares, las tierras que iban incorporándose al Reino de Castilla aumentaron, desde el siglo XIII, a un ritmo mayor que su población, hecho que provocó un incremento de la actividad pastoril y, en consecuencia, del número de cabezas de ganado lanar, lo que obligó a trasladar los rebaños en trashumancia, en busca de los pastos disponibles, por cañadas adecuadas. Tan poderoso se hizo el sector que se creó una asociación de ganaderos con reconocimiento real: la Mesta.
Por otro lado, la formación de una flota castellana, con base en Sevilla, y los avances tecnológicos de la navegación durante el siglo XV, hizo posible la exploración de la costa occidental africana y el arribo a las islas Canarias. Con ello se produjo, sobre todo desde 1478, la llegada a Canarias de la lengua castellana, que incorporó a su léxico algunos elementos de origen guanche antes de que esta lengua del tronco bereber desapareciera. La colonización de las islas se había iniciado antes, con el viaje de dos normandos (Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle), y en ella participaron marinos de otras procedencias europeas, aunque navegaran bajo el patronazgo de Castilla. Portugal renunció a sus posibles derechos sobre las islas por el tratado de Alcazobas, en 1479, lo que no significó la desaparición del elemento portugués en la futura historia lingüística de Canarias.
Estos factores extralingüísticos, junto a factores culturales, como el desarrollo de una literatura abundante y de calidad, hicieron del castellano una lengua de prestigio, lengua oficial de una administración fuerte, con capacidad, por tanto, para penetrar en los dominios geopolíticos de las lenguas vecinas. Dentro de Castilla, el peso del castellano fue reduciendo la lengua leonesa a los usos locales y orales de las regiones de Asturias, así como de la frontera con el portugués y de Galicia. La lengua escrita, la documentación oficial, se redactaba en castellano desde fecha muy temprana, en especial desde 1230, cuando Castilla y León se unieron de un modo definitivo. La repoblación, orientada de Norte a Sur, permitió que muchos pobladores leoneses extendieran algunas de sus características lingüísticas hacia las tierras de la actual Extremadura y de la Andalucía occidental, de lo que han quedado muestras vivas y patentes en el español hablado de estas zonas, pero la lengua general de estas tierras no fue otra que el castellano (Morala 2004).
En 1344, Alfonso XI consiguió la rendición de Algeciras. Desde ese momento, prácticamente toda la Península estuvo gobernada por coronas cristianas y Castilla se convirtió en su Reino más extenso. La culminación de las campañas militares iniciadas en el siglo VIII se logró en enero de 1492, con la rendición del Reino Nazarí de Granada. También en esta ocasión fue Castilla la protagonista, dado que así lo habían previsto los acuerdos con la Corona de Aragón. Sin embargo, este hecho, definitivo en la vida política y cultural peninsular, no fue el único de naturaleza determinante que vendría a producirse entre 1469 y 1517, en el transcurso de apenas cincuenta años (Moreno Fernández 2005).
Isabel y Fernando se casaron en 1469. Fue este un enlace que, en definitiva, no supuso la unión efectiva de dos de los tres grandes reinos peninsulares (el tercer gran reino era Portugal), sino una simple unión dinástica, aparentemente más decisiva en términos de sucesión que en el plano cultural y político. Con Isabel ya en el trono castellano, el Reino extendió sus dominios hasta las islas Canarias, incluyéndolas en el ámbito castellano-hablante. En 1492, ya se ha visto, se produce la rendición de Granada y también ese año se produce la firma de otros importantes documentos, como las capitulaciones firmadas con Cristóbal Colón, que abrirían la puerta a la aventura transatlántica del español, y el decreto de expulsión de los judíos, que dispersó el habla sefardí por medio mundo conocido (Hernández González 2001).
En el Norte de África, Pedro de Estopiñán y Francisco Ramírez de Madrid conquistan para Castilla la plaza de Melilla en 1497 y, en 1505, el Cardenal Cisneros conquista Mazalquivir y Orán, en la actual Argelia, extendiendo el castellano por el Norte del continente africano. Y se deben añadir dos hitos históricos: la incorporación de Navarra a la corona de Castilla en 1512, bien que manteniendo su propio ordenamiento jurídico, sus instituciones y sus costumbres; y la llegada en 1517, procedente de Flandes, de Carlos I, para someterse al reconocimiento como Rey de las cortes de los distintos reinos peninsulares. El desembarco de Carlos I inicia el advenimiento de un periodo de expansión y poder imperial, simbolizado en la elección como emperador, en 1519, del que también recibió el nombre de Carlos V.
Los hechos geopolíticos que acaban de relacionarse hicieron posible la extensión geográfica y la ampliación de los dominios políticos de la lengua española durante los siglos XVI y XVII. El español se convirtió en la lengua del territorio nazarí, se instaló en enclaves del Norte de África y puso las bases de su asentamiento en las islas Canarias; además, la adhesión de Navarra a Castilla fue definitiva para la intensificación de su uso en el Reino norteño. Por otro lado, a partir de 1492, el castellano vivió el inicio de su traslado hacia el continente americano y, más adelante, hacia Asia. La expansión del español en América se realizó mediante un proceso paulatino de ocupación geográfica, proceso que supuso un desfase cronológico en la colonización de las distintas áreas americanas (Sánchez Méndez 2002). Así, entre 1492 y 1530 se coloniza todo el ámbito caribeño, desde las Antillas mayores hasta la costa de la actual Colombia, pasando por México (1521) o Panamá; entre 1530 y 1550, se coloniza la zona andina, pero la colonización del Cono Sur no se completará hasta el siglo XVII y, aun así, grandes espacios geográficos de Argentina, por ejemplo, no fueron poblados por hispanohablantes hasta el siglo XIX, resuelta ya la independencia. En el otro extremo del mundo, la expedición de Magallanes, iniciada en 1519 y concluida por Juan Sebastián Elcano en 1522, supuso el inicio de la presencia española en las Islas Marianas y en las Islas Filipinas, que no fueron exploradas ni conquistadas hasta 1570, aproximadamente, con la expedición de López de Legazpi ordenada por el Rey Felipe II (Quilis 1992). La presencia del español en esta región del mundo nunca fue comparable en intensidad a la conocida en América, pero marcó un punto de inflexión en la situación lingüística de este territorio y permitió que la lengua española alcanzara un protagonismo histórico del que aún existen importantes secuelas, como el amplio uso de la variedad criolla llamada “chabacano”. En lo que se refiere, a la costa occidental de África, el dominio del español se extiende por la actual Guinea Ecuatorial (continente e islas), que comenzó a finales del siglo XVIII como consecuencia de un acuerdo entre España y Portugal en el que las dos potencias intercambiaron algunos territorios de África y de América.
La llegada de los Borbones al trono, a partir de 1700, supuso un importante cambio de orientación en la política interior de España. Ese cambio, que respondía a una apreciable influencia de la política de Francia, tuvo dos claros objetivos: unificación y centralización, fundamentadas en los principios del racionalismo y la modernidad. Y, en esa circunstancia, el Estado y sus instrumentos institucionales y personales, por ser únicos y centralizados, debían ejecutar sus acciones en una sola lengua y esa lengua debía ser la común y general, el castellano. Por eso, en la época de Carlos III, en el último tramo del siglo XVIII, se dio inicio a una política lingüística cuyo principal instrumento fue una Real Cédula de 1768, que en su artículo VIII establecía la generalización de la lengua castellana en la enseñanza. De este modo, el uso del latín (en los nieles cultos) o de otras lenguas (en los niveles populares) quedaba excluido con fines educativos (Lodares: 2001: 94), aunque el objetivo principal de la ley, según se explica, no era otro que buscar la armonía y cohesión de la nación mediante el uso de un idioma general.
La Real Cédula de 1768 tuvo su continuidad política en otra de 1770, que determinaba que, en la América española y en Filipinas, solo se hablara la lengua castellana y que se extinguieran los otros idiomas de cada territorio. De este modo, por primera vez en la legislación de España, se hace explícita una política decididamente propugnadora del monolingüismo y contraria al espíritu del Concilio de Trento, que propiciaba el apoyo a las lenguas vernáculas para la evangelización (Triana y Antoverza 1993).
En la España europea, la legislación lingüística de la Corona no había llegado al extremo de apuntar a la extinción de las otras lenguas, tal vez porque no se creía necesario, ante el estado de debilidad sociolingüística del gallego o del vasco, tal vez porque se temía un rechazo popular, tal vez porque muchos miembros de los grupos sociales más acomodados de Cataluña consideraban natural y acorde con las pautas de la época oficializar una lengua general, sin que ello impidiera el uso de la lengua tradicional. El hecho es que no se hizo una política de plena sustitución lingüística, aunque la legislación del XVIII proporcionó un respaldo suficiente como para favorecerla.
La independencia de los países hispanoamericanos supuso la consagración y la extensión definitiva del español como lengua nacional de las nuevas repúblicas, que con el tiempo se convirtieron en el motor demográfico de estas lenguas. El nombre más ampliamente utilizado en los textos constitucionales de la América hispana es el de “español”, pero, en el uso general, “español” es la denominación más utilizada en el Caribe y en Centroamérica, mientras que en Sudamérica, sobre todo en el Cono Sur, es más frecuente el uso de “castellano” (Alvar 1986).
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